sexta-feira, 12 de outubro de 2018






O cavalo azul

a Dora Ferreira da Silva



Um tropel de silêncio e eternidade
desdobra o ar em acordes levíssimos,
feitos de orvalho e bruma.
As crinas vão desatando o infinito,
as estrelas, a solidão mais aguda.
Eis o instante do cavalo azul.
Eis a sagração do céu em nós.
De seu dorso nascem os desastres.
Procelas tatuam o seu plexo.
Nos seus flancos levitam violinos de água,
teclas de pólen, sinfonias de esquecimento.
Jamais a morte poderia nos assaltar
com maior doçura, com mais bela música.
Jamais o sofrimento teve olhos tão dóceis,
cílios de mel e vinho.
Nunca o instante teve essa luz raríssima,
desenhada pelas puras formas
de um relâmpago cego,
diamante vivo a deslumbrar a noite.
A rutilância dos segundos galga nossa pele,
a terra olorosa do corpo.
Em chamejante espiral de nuvens,
o cavalo azul nos enlaça em seu fulgor,
na ternura de uma violência incontida,
dança de galáxias e sóis delirantes,
vórtice febril, iluminado.
Ao toque do seu pêlo de súbitos incêndios,
queimamos nossa alma no eterno,
aderimos nossa pele ao infindável.
Festa múltipla, embriaguês da febre,
somos a celebração dessa sonâmbula magia,
pulsar sagrado desnudando-nos para as tempestades,
para a decantação dos mares selvagens.
Eis o instante da morte aguda.
Eis o êxtase do tempo soberano.
O cavalo azul nos visita
com sua aparição de lanças desnudas,
de lâminas agudas, mil raios
a trespassarem nossas feridas.
Quando suas patas arpejam a terra,
as sementes fecundam os sonhos,
despontam do pó ramos e milagres,
frutos abençoam a encantação do amor:
o cavalo marinho e os oceanos,
o cavalo turquesa e os mares,
o cavalo de âmbar e os corais ardentes.


Reluz na noite um fulgor de adaga desnuda,
fulgente aparição a cortar o sonho dos mortos,
o sono das estrelas marinhas: cavalo azul
a relampejar pelos caminhos o tempo das cicatrizes.
Sua crina flamejante, seu ígneo peito, seduzem o luar,
ampliam pelo infinito a cintilação das marés.
Espectro de labirintos vazios,
ele galga a espuma das praias,
a agonia dos condenados à morte.
Ele dardeja a dança dos barcos,
o bordado das ondas,
a solidão dos marinheiros em febre.
Os náufragos, os miseráveis, os afogados,
clamam pela salvação desse sopro de chuvas,
desse maremoto de coices ardentes.
Serenamente soa pela brisa seu pulsar de sândalo,
o seu galope de prismas, delicado aroma
do vinho a incendiar os crepúsculos.
Ele adeja sobre o desespero, salvando-nos
da carne, do medo, do tempo.
Ele nos resgata do pó humano, soerguendo-nos
à sagração das searas fecundas.
Quando seu resfolegar nos arrebata,
nos resgata de nossos pulsos,
ressuscitamos no clarão dos rubis,
na magnitude da aurora boreal.
Desde o nascimento estamos consagrados
a essa epifania de silêncio e mel:
o cavalo andaluz e o eclipse lunar,
o cavalo cigano e os cometas partidos,
o cavalo de absinto e o mercúrio dos astros.


Galopo no dorso das marés,
meu corpo costurado nos ciclones,
meu torso cravado em tua pele, em teu pelo lunar.
Galopante aridez, eu só sei pulsar no teu plexo,
na fecundidade dos abismos.
Corpos em sôfrega transpiração,
corpos em uníssono, rios a confluírem
num delta de vertigens, foz de enchentes
desvairadas, de correntezas alucinadas.
Possuído pela lâmina dessa fúria,
transmuto-me na energia a cegar
as lanças, os ocasos, os labirintos.
Sou o ser pleno a exaltar-te,
és o que sou, o que fui e serei.
Consagro-me à graça dessa comunhão,
pela qual sou o universo e o nada.
Nessa terra me deito, navego,
nessa pedra me enterro, respiro,
perco-me nesse instinto, nesse espasmo,
para ser o fogo dos corais,
azul febril de infinita iluminura.
Cavalo marinho, dardejante quartzo,
em tuas crinas de ágata, de prata,
queimo a palavra da última estrela,
rasgo o fulgor do teu transe,
da tua clarividência,
pois a morte se fez para os eleitos,
para os profetas, os que sabem da finitude
pelo íntimo do fruto, pelo cerne da chuva.
Eis o pulsar da fúria e das catástrofes:
o cavalo opalino e as estrelas,
o cavalo candente e a poeira dos astros,
o cavalo de vidro e os veleiros incendiados.


Soou a hora derradeira e primeira.
Eis o momento dos vendavais,
do estertor dos cataclismas.
Eis o que em nós germinou
antes do nascer das sementes:
nossa morte, cavalo azul a cortar o céu,
a lançar nosso destino aos astros,
onde a infância nos abraça novamente;
nossa morte, corcel cravejado de safiras,
noite mais densa que as rochas,
onde o azul é harpa de cristais partidos,
batel de marinhas esmaecidas.
A sombra extrema desenha nosso rosto
no vazio de outro rosto.
A sombra extrema, fruto túmido,
pleno, explode nosso íntimo,
dissolvendo-nos na fulguração do eterno.
Eis o momento do cavalo azul.
Eis a hora da ressurreição das marés.
Um tropel de sinfonias e plumas
dardeja nossa carne, rasga nosso sêmen.
O cavalo azul aflora dos abismos,
emerge dos desastres, germina das montanhas.
Em sua sede bebemos nosso avesso.
Em sua fome sorvemos nosso mistério.
Eis a travessia impossível,
onde todo homem não caminha,
porque não tem pernas, nem pés.
Eis a travessia amputada,
pasto de enigmas, partitura dos sonhos,
onde somos cegos em nosso destino cego.
Do fecundo nada, do absoluto silêncio,
nasce essa música cristalina, puríssima:
o cavalo celeste e as enchentes,
o cavalo etrusco e os anéis de saturno,
o cavalo de água e os arquipélagos selvagens.



El caballo azul



A Dora Ferreira da Silva

Un tropel de silencio y eternidad
desdobla el aire en acordes levísimos,
hechos de rocío y bruma.
Las crines van desatando el infinito,
las estrellas, la soledad más aguda.
He ahí el instante del caballo azul.
He ahí la consagración del cielo en nosotros.
De su dorso nacen los desastres.
Tempestades tatúan su plexo.
En sus flancos levitan violines de agua,
teclas de polen, sinfonías de olvido.
Jamás la muerte podría asaltarnos
con mayor dulzura, con más bella música.
Jamás el sufrimiento tuvo ojos tan dóciles,
pestañas de miel y vino.
Nunca el instante tuvo esa luz rarísima,
dibujada por las puras formas
de un relámpago ciego,
diamante vivo que deslumbra la noche.
La rutilancia de los segundos alcanza nuestra piel,
la tierra olorosa del cuerpo.
En llameante espiral de nubes,
el caballo azul nos enlaza en su fulgor,
en la ternura de una violencia incontenida,
danza de galaxias y soles delirantes,
vórtice febril, iluminado.
Al toque de su pelo de súbitos incendios,
quemamos nuestra alma en lo eterno,
adherimos nuestra piel a lo infinito.
Fiesta múltiple, embriaguez de la fiebre,
somos la celebración de esta sonámbula magia,
pulsar sagrado desnudándonos para las tempestades,
para la decantación de los mares salvajes.
He ahí el instante de la muerte aguda.
He ahí el éxtasis del tiempo soberano.
El caballo azul nos visita
con su aparición de lanzas desnudas,
de láminas agudas, mil rayos
que traspasan nuestras heridas.
Cuando sus patas arpegian la tierra,
las semillas fecundan los sueños,
despuntan del polvo ramos y milagros,
frutos bendicen el encanto del amor:
el caballo marino y los océanos,
el caballo turquesa y los mares,
el caballo de ámbar y los corales ardientes.



Reluce en la noche un fulgor de daga desnuda,
fulgente aparición que corta el sueño de los muertos,
el sueño de las estrellas marinas: caballo azul
que refucila por los caminos el tiempo de las cicatrices.
Sus crines flameantes, su ígneo pecho seducen el claro de luna,
amplían por el infinito la cintilación de las mareas.
Espectro de laberintos vacíos,
él galga la espuma de las playas,
la agonía de los condenados a muerte.
Él lanza dardos a la danza de los barcos,
al bordado de las olas,
a la soledad de los marineros febriles.
Los náufragos, los miserables, los ahogados
claman por la salvación de este soplo de las lluvias,
de este maremoto de coces ardientes.
Serenamente suena por la brisa su pulsar de sándalo,
su galope de prismas, delicado aroma
del vino que incendia los crepúsculos.
Él revolotea sobre la desesperación, salvándonos
de la carne, del miedo, del tiempo.
Él nos rescata del polvo humano, irguiéndonos
a la consagración de las cosechas fecundas.
Cuando su respiración nos arrebata,
nos rescata de nuestros pulsos,
resucitamos en el relámpago de los rubíes,
en la magnitud de la aurora boreal.
Desde el nacimiento estamos consagrados
a la epifanía de silencio y miel:
el caballo andaluz y el eclipse de luna,
el caballo gitano y los cometas partidos,
el caballo de ajenjo y el mercurio de los astros.


Galopo en el dorso de las mareas,
mi cuerpo cosido en los ciclones,
mi torso clavado en tu piel, en tu pelo de luna.
Galopante aridez, yo sólo sé pulsar en tu plexo,
en la fecundidad de los abismos.
Cuerpos en atropellada transpiración,
cuerpos al unísono, ríos que confluyen
en un delta de vértigos, lecho de inundaciones
alocadas, de corrientes alucinadas.
Poseído por la lámina de esta furia,
me transformo en la energía que ciega
las lanzas, los ocasos, los laberintos.
Soy el ser pleno que te exalta,
eres lo que soy, lo que fui y seré.
Me consagro a la gracia de esta comunión,
por la que soy el universo y la nada.
En esta tierra me acuesto, navego,
en esta piedra me entierro, respiro,
me pierdo en este instinto, en este espasmo,
para ser el fuego de los corales,
azul febril de infinita iluminura.
Caballo marino que Lanza dardos de cuarzo,
en tus crines de ágata, de plata,
quemo la palabra de la última estrella,
rasgo el fulgor de tu transe,
de tu clarividencia,
pues se hizo la muerte para los elegidos,
para los profetas, los que saben de la finitud
por lo íntimo del fruto, por el amago de la lluvia.
He ahí el pulsar de la furia y de las catástrofes:
el caballo opalino y las estrellas,
el caballo candente y el polvo de los astros,
el caballo de vidrio y los veleros incendiados.


Sonó la hora última y primera.
He ahí el momento de los vendavales,
del estertor de los cataclismos.
He ahí lo que germinó en nosotros
antes del nacimiento de las semillas:
nuestra muerte, caballo azul que corta el cielo,
que lanza nuestro destino a los astros,
donde la infancia nos abraza nuevamente;
nuestra muerte, corcel engarzado de zafiros,
noche más densa que las rocas,
donde el azul es arpa de cristales partidos,
barco de muelles brumosos.
La sombra extrema dibuja nuestro rostro
en el vacío de otro rostro.
La sombra extrema, fruto hinchado,
pleno, explota en nuestro interior,
disolviéndonos en el fulgor de lo eterno.
He ahí el momento del caballo azul.
He ahí la hora de la resurrección de las mareas.
Un tropel de sinfonías y plumas
lanza dardos a nuestra carne, rasga nuestro semen.
El caballo azul aflora de los abismos,
emerge de los desastres, germina de las montañas.
En su sed bebemos nuestro reverso.
En su hambre sorbemos nuestro misterio.
He ahí la travesía imposible,
donde todo hombre no camina,
porque no tiene piernas ni pies.
He ahí la travesía amputada,
pasto de enigmas, partitura de los sueños,
donde somos ciegos en nuestro destino ciego.
De la fecunda nada, del absoluto silencio,
nace esta música cristalina, purísima:
el caballo celeste y las inundaciones,
el caballo etrusco y los anillos de Saturno,
el caballo de agua y los archipiélagos salvajes.


Alejandro Bonafim (Brasil)

Traducción: Silvia Adoue



Fonte:  http://navegantesdelacruzdelsur.blogspot.com/2010/04/alejandro-bonafim.html



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